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Friday, August 17, 2012
0 Entre Maradona y Messi
Cada vez que en El Monumental alguien tira un caño, la tribuna paga. ¡Oleee! No importa si lleva la camiseta de River o la del Seleccionado. Las voces se juntan en perfecta afinación para dejar claro al rival que acaba de sufrir una humillación que, sin duda, merece. Es el carácter argentino, con el que muy pocos conectaron de manera tan directa como Ariel Ortega. Cuesta imaginar que el país vuelva a producir un jugador de sus características. El Burrito resultaba incalificable: no era un diez, mucho menos un extremo. Tampoco un falso nueve, ni nada que oliese a gestor de juego. Lo único que sacabas en claro al verle es que se trataba de un genio absoluto. Un futbolista, no es tópico, diferente.
La historia comenzaba en 1991, aunque por Europa tardaríamos bastante más en enterarnos. Andaba Argentina enlutada con la primera muerte del ídolo máximo, cuando recibía el debut de Ariel Arnaldo, burro como su padre. La cosa iba despacito. River ganaba y no había necesidad de forzar a ningún pibito. A escasas semanas del inicio del Mundial 94, Orteguita encontraba la consagración donde más lo desea el pueblo Gallina: anotando un gol en La Bombonera, frente a Boca. Anunciada la convocatoria para Estados Unidos, Ariel formaba parte de un plantel de lujo que recibía la ansiada noticia; El Diego estaba. Lo que parecía un sueño para un crío de 20 años se iba a convertir en pesadilla: aquella enfermera sin nombre sacaba del torneo a Maradona, cediendo a Ortega el deber de llenar el inmenso vacío. Imposible, claro. Adiós a USA-94. D10S no volvería a una Copa del Mundo y, casi sin quererlo, al recién llegado le habían colgado La Diez.
Nadie le culpó de aquella eliminación. Por una vez Argentina no localizaba al enemigo en casa, así que el Burrito volvía a River… para romperla. Junto al gran Francescoli y con socios de la talla de Sorín o Crespo, Ortega explotó por completo. A través de El Tercer Tiempo, aquel maravilloso programa que nos mandaba al colegio cada lunes con terribles ojeras, se nos presentaba un talento salvaje, anacrónico, incluso folklórico. La grada jaleaba cada regate en seco, casi suplicando la no piedad con el contrario. Quebraba a izquierda y salía por derecha. Esperaba y volvía a salir por la izquierda. Y si se acercaba a portería, las mejores vaselinas que se recuerdan, sin que Romario se ofenda. Europa llamaba. Francia-98 estaba próximo.
Ni Europa se esforzó por entender a Ortega ni él iba a hacer gran cosa por el Viejo Continente. Su destino se definiría en el Mundial francés. Con La Diez a la espalda, transformada ya en camisa de fuerza para su portador, el Burrito afrontaba el reto de su vida. Y vaya cómo comenzó. Pleno de triunfos para Argentina y la sensación de que la Selección tenía jerarca. No era Maradona, claro, pero tampoco un cualquiera. La jugada de la victoria ante Japón, dos goles ante Jamaica (incluido un giro de tobillo que todavía hoy es motivo de lágrima) y la asistencia ante Croacia. La estaba montando.
Tras apear a Inglaterra en octavos de final, aparecía Holanda. Rival duro, con el aroma del Ajax dominador y el paladar de Hiddink. 1-1 iba el partido cuando el tulipán Numan veía la segunda amarilla. Argentina soñaba las semifinales, agarrada a un Ortega que seguía con la chispa intacta. Y entonces pasó. Tras un intento de picardía, Van der Sar ganaba el duelo de pillos, sacándole al Burrito una agresión prescindible. Como Diego en el 82. Un minuto después, Bergkamp hacía el 2-1, la albiceleste se volvía. Esta vez sí, Ariel iba a conocer la legendaria crudeza de la derrota argentina. Había quedado marcado.
Después de dejar más jugadas que juego en sus dos temporadas en el Calcio, Ortega regresaba a Núñez, para deleite de todos. En este siglo, el campeonato argentino nunca tuvo (y tardará en volver a tener) más nivel. River juntó un maravilloso equipo. Los 4 fantásticos (Saviola, Aimar, Juan Pablo Ángel y el propio Ortega) eran una obligación cada noche de domingo. El Burrito ejercía de líder e ídolo mientras esperaba el paso del tiempo. Corea y Japón 2002 llegó tan rápido como se fue. Ya no era lo mismo. Bielsa le hacía empezar en la banda derecha, nada que ver con anteriores escenarios de libertad. El drama general había llegado a la Selección y Ortega decidía abandonar. En realidad se trataba de una dimisión general. Problemas burocráticos, problemas personales…
Comenzaba la despedida de un futbolista atípico, racial, casi un icono. El primer Diez después de Maradona. El que mejor supo cargar con la cruz, a la espera de que Lionel Messi se cite con la historia en 2014. ona y Messi | Ecos del Balón
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